En cuatro días en La Habana (Cuba) los voceros del Gobierno y las Farc se sentarán en la misma mesa para empezar a discutir el texto más importante de los últimos tiempos para el país: el “Acuerdo general para la terminación del conflicto y la construcción de una paz estable y duradera”. Una discusión que parece de no acabar, sobre todo cuando el primer punto a tratar es el más álgido y causa histórica de la confrontación armada: la tierra y sus políticas de desarrollo.
Basta recordar el discurso del vocero guerrillero, Iván Márquez, el día de la instalación del proceso en Oslo (Noruega), el pasado 18 de octubre: “Para las Farc el concepto tierra está indisolublemente ligado al territorio (…) la lucha por el territorio está en el centro de las luchas que se libran hoy en Colombia”, dijo.
Para la guerrilla, la presencia de las multinacionales y la acumulación de tierra deben cambiar antes de acallar los fusiles. Para el Gobierno, el modelo de desarrollo y la inversión extranjera no está en discusión. “Para que eso se discuta, las Farc tienen que dejar las armas, hacer política y ganar las elecciones. Pero en este momento eso no forma parte de la mesa”, dijo enfático el portavoz presidencial Humberto de la Calle, tras el beligerante discurso de Márquez.
Pero lo que sí forma parte de la mesa —y está en el texto acordado— no es de menor calado: el acceso y uso de la tierra, y la seguridad alimentaria. Temas que los campesinos que no tienen silla en La Habana ni el capital de las armas conocen. Por lo mismo esperan ser escuchados, cansados de estar en medio del fuego cruzado que por décadas se ha desencadenado en el campo entre los actores de la guerra.
De hecho, este es el deseo de la Mesa Nacional de Unidad Agraria, integrada por 24 organizaciones campesinas de Colombia, ahora cuando todos hablan con anhelo de paz. El desarrollo rural de las comunidades, el respeto a los indígenas y sus territorios ancestrales, el reconocimiento de los pescadores, de la soberanía, la autonomía y la seguridad alimentaria son algunas de las peticiones que hacen parte del proyecto de ley ‘Reforma Agraria y Desarrollo Rural Integral’, que ya tienen listo los campesinos.
El texto de la iniciativa —de 80 páginas y conocido por El Espectador— sostiene que la concentración de la tierra en manos de unas pocos es la génesis del profundo conflicto armado. Y da algunas cifras. Para el año 2002, de los 82,1 millones de hectáreas registradas, el 61,2% pertenecía al 0,4% de los propietarios con predios superiores a 500 hectáreas.
Cita también los datos presentados por la Comisión de Seguimiento para la Política Pública sobre Desplazamiento Forzado para 2010, que estima que el total de áreas despojadas por los violentos o forzadas a dejar en abandono entre 1980 y julio de 2010 es de 6,6 millones de hectáreas (sin contar los territorios colectivos indígenas y afrodescendientes), que equivalen al 12,9% de la superficie agropecuaria del país.
En cuanto a lo que proponen hay varias ideas novedosas, al viejo estilo de la consigna que reza “la tierra para el que la trabaja”. Por ejemplo, crear el Consejo Nacional de Política Económica y Social para la Agricultura y el Medio Rural —Conpes Rural—, como el organismo encargado de coordinar, evaluar y velar las políticas públicas para la agricultura, la pesca y la acuicultura. En él tendrían participación las organizaciones campesinas, indígenas y negras, así como las mujeres del agro, ambientalistas y del sector cooperativo.
Plantean también la formulación del Plan Decenal de Desarrollo de la Agricultura, por parte del Gobierno, cuya aprobación estaría en manos de los integrantes de dicho Conpes Rural.
De otro lado, el proyecto dedica un capítulo entero a favor de los desplazados y desarraigados, con normas que les exigen a notarios y registradores que blinden el retorno a las tierras y el derecho a los títulos de las parcelas abandonadas. Como también hay otro apartado que dice que no podrá prohibirse a los agricultores conservar, reproducir, utilizar, intercambiar o comercializar semillas propias. Una polémica sobre las patentes de las semillas que está más viva que nunca, luego de la aprobación del Tratado de Libre Comercio con Estados Unidos, y que espera ser revisada por la Corte Constitucional.
Y pensión para los campesinos. En eso también piensa la iniciativa que sostiene la ampliación de la cobertura de seguridad social en salud y pensión al sector agrario para proteger al jornalero y al mediano propietario del campo. La edad para jubilarse sería de 50 años para los jornaleros y 45 para las jornaleras; 60 años para los pequeños y medianos propietarios y 55 para las mujeres en esta condición.
Este documento es el que los campesinos esperan tengan en cuenta el Gobierno y las Farc en el debate que apenas empieza en Cuba. Por ahora, son conscientes de que la pelea para que su iniciativa sea ley de la República la tienen que dar en el Congreso y por eso el objetivo es radicarla en el próximo período legislativo, que arrancará en marzo de 2013, contando con el apoyo del Polo Democrático, el Mira y el Partido Verde. Para entonces es posible que el proceso de paz marche por buen camino.
El proyecto de ley ‘Reforma Agraria y Desarrollo Rural Integral’ no es nuevo. Lo vienen trabajando las organizaciones campesinas hace tres años. Se radicó el 8 de febrero de 2012 en la Subdirección de Asuntos Étnicos del Ministerio del Interior, para que surtiera el trámite de consulta previa que por ley debe hacerse a las minorías cuando la política afecta sus territorios. Y desde entonces, la iniciativa duerme el sueño de los justos.
Ante el silencio de la cartera del Interior, la Mesa Nacional de Unidad Agraria —a través del representante a la Cámara, Hernando Hernández, del Polo— presentó un derecho de petición a la entidad para saber esencialmente por qué no se consultó al tiempo con las comunidades su proyecto agrario y el de Desarrollo Rural del Gobierno, radicado tres días después en esta misma Subdirección.
El 22 de julio la viceministra de Participación e Igualdad de Derechos del Ministerio del Interior, María Paulina Riveros, contestó en seis páginas la petición. Dijo, palabras más palabras menos, que la mesa indígena es la que decide con autonomía qué temas trabajar. Y que “es responsabilidad de la parte interesada asumir los costos que conllevan a la realización de la consulta, y esto es esencialmente gastos de logística”.
Claro, para el caso de las medidas legislativas, “son las autoridades interesadas las que le solicitan al Ministerio de Hacienda que les asigne el presupuesto para desarrollar la consulta”. Pero los campesinos no son “autoridades”, por eso tienen que encontrar aliados en el Congreso. En todo caso, la suma del costo de la consulta es millonaria. De acuerdo con un documento que maneja el Gobierno —donde reconoce los atrasos en la concertación con las comunidades— la consulta previa para el proyecto de Desarrollo Rural supera los $7.000 millones.
“Si estuviera en nuestras manos no tendríamos cómo pagar ni una pequeña parte de esos gastos”, advierte Julio Armando Fuentes, miembro de la coordinación general de la mesa nacional campesina. Dice e insiste en la necesidad de que se atiendan las reclamaciones del campesinado, para que dejen de ser víctimas de una guerra que, asegura, no les pertenece.
La situación del campo en Colombia no puede entenderse sin una comprensión del conflicto armado. Los campesinos han sido las principales víctimas de la guerra por la posesión y el control de la tierra. Y el asesinato de líderes que reclaman sus tierras sigue siendo hoy una constante. Esa es una de las principales conclusiones a la que llega el último informe del PNUD sobre el campesinado en el país.
La idea de desarrollo, dice el documento, se formó a partir de lo que creían las élites políticas y tecnócratas, protegidas por el poder político y económico, poco proclives a incorporar a otros sectores de la producción, entre ellos el campesinado. Ahora, los modelos de desarrollo industrial y las políticas agrícolas que ha adoptado el país, a la sombra de los países “desarrollados”, han excluido a los campesinos. “No los han invitado a los festines del desarrollo, sino que les han asignado papeles de reparto: peones, coteros, jornaleros, sin derechos ni garantías”, señala el investigador Absalón Machado.
¿Y los jóvenes ? “Los jóvenes no quieren quedarse en el campo, quieren irse a las ciudades a estudiar sistemas. Ya han visto a sus viejos trabajar y trabajar para que un día llegue un armado y tengan que salir corriendo”, señala Julio Armando Fuentes, de la Mesa Nacional Campesina. Como él, cientos de personas que trabajan la tierra han llegado a los encuentros de las Mesas Nacionales de Paz que, a propósito de los diálogos con las Farc, se hacen en el país para recoger las aspiraciones de la sociedad civil que no tiene voz ni voto en La Habana.
Y está claro que cuando se habla en ellas de tierra y desarrollo, el grito parece unánime, como el de Édgar, un viejo campesino de Antioquia que viajó hasta Villavicencio al tercero de estos encuentros. “Queremos una educación agraria para que los jóvenes vuelvan al campo, se enamoren de la tierra y quieran sembrar (...), pero no en la miseria en la que nos han tenido”
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