* Guatila de los Andes.
También me contó que su oficio no era serportero de la mina, sino agricultor. Pero con la falta de agua, no hay en dónde ni qué cultivar. De cualquier manera, lo único que sabe hacer es contar historias y sembrar, por eso se aferra a las piedras y al agua. Dijo que ellas son nuestro derecho a la memoria, pero para su identidad campesina contaban como patrimonio del alma que les recuerda lo que son y guía lo que podemos ser.
Desde hace más de nueve meses no llueve en Villa de Leyva. Sus
ríos y caños se han convertido en pedregales, algunas veces pantanosos. La
agricultura sin riego está prácticamente acabada y –como turista- solo se
pueden ver los cultivos de tomate y uvas que con grandes esfuerzos parecen
estar siendo financiados. De hecho, las ruanas que llevábamos nunca fueron
desempacadas, porque hasta sentíamos calor a media noche en medio de la pólvora
y jolgorio del año nuevo.
Llegó un comunicado urgente desde Bogotá: cierre temporal y acceso
restringido al Santuario por alto riesgo de incendios forestales. No tuvimos
más remedio que bajar de la montaña y resignadas subir el Cerro del Ángel y el
alto de los Migueles, entre otros, que nuestra casamentera recomendaba para
consolarnos. Aun así nos decía con cierto recelo a los transeúntes de sus
montañas, que el 98% de los incendios que habían acabado con los cerros que
protegen a Villa de Leyva, habían sido producto de las manos humanas. De esta
manera dejaba ver que no le parecía del todo triste que no pudiéramos visitar
nuestra laguna de origen.
Y en medio de todo tiene razón. Cuando le conté a mi mejor amigo que
no pude subir al Santuario, me dijo “cuando Fermina Daza y Florentino Ariza hicieron
su último y eterno viaje en el que reinventan un nuevo amor en las postrimerías
de su vida, Florentino lo compara con un viaje desdichado que hizo 50 años
atrás (es decir, a finales del siglo XIX). Y se da cuenta que el río Magdalena,
el gran río, era sólo una ilusión de la memoria. Que su cauce languidecía y su
fauna estaba casi extinta. Puede que la laguna sagrada sea algún día también,
en 50 años, una ilusión de nuestra memoria”[1].
Entonces hicimos la ruta de las cascadas, los dinosaurios, el arte
religioso, los viñedos y la artesanía, pero seguíamos sintiendo ese vacío en el
corazón que dan los viajes frustrados. Por eso la misma casamentera nos
recomendó visitar “los dibujos de los indios”, pictogramas de Sáchica que se
encuentran a menos de 4km de Villa de Leyva.
Al llegar a la casa indicada en el puente indicado, nos
encontramos con una joven que cargaba en su regazo a dos pequeños niños. “No
hay paso” – dijo. “Esto es propiedad privada de una empresa minera y el patrón
ha dado la orden de no dejar pasar”. La empresa que extrajo piedra caliza de
esta finca durante 7 años, no cree que sea buena idea mostrar los pictogramas. En
ese momento sentí que el sol se habría posado justo en mi cabeza y me invadía
una nube de calor tan molesta, que se me dificultaba la vista. “Estamos
condenados al olvido” pensé.
A este país le sobra pasado.
Por estos días estoy releyendo “La tierra de Canaán” en donde
Isaac Asimov relata las historias de los pueblos cananeos, fenicios, filisteos
y egipcios desde hace más de 6 mil años. ¿Cómo es posible que pueda estar
leyendo textos completos y documentados de sociedades del otro lado del mundo y
no pueda entrar a ver nuestra propia historia? Insistiendo en que no podría
terminar mi tesis de grado de antropología si no entraba a ver estos
pictogramas, logré transformar las miradas incrédulas de los campesinos que me
decían que eran pocos dibujos de solecitos y caritas “de los que uno pintaba
como cuando era un niño”
Para mi sorpresa, nos acompañó el campesino más joven del grupo.
Él en realidad no consideraba que éstos fueran solo dibujos. Mientras
llegábamos a una especie de cueva, nos contó cómo sus abuelos decían que éste
era un lugar de paso hacia Iguaque en donde los sacerdotes y autoridades
muiscas se preparaban para llegar a su lugar de origen. En realidad, los
pictogramas de Sáchica se encuentran en una gran montaña rocosa resguardada del
sol y la lluvia en donde se dejan ver varios rostros y figuras zoomorfas de
color rojo que recuerdan algunos diseños chibchas.
Algunos de los pictogramas han perdido su color y otros están
ahumados por las hogueras que caminantes hacían en la cueva. Al parecer las
facultades de antropología visitan ocasionalmente el lugar, pero no parece
haber mucho movimiento más que el que éste joven imprimía en sus historias.
No son pocas las veces que Asimov tiene que hacer aclaraciones
historiográficas sobre los pueblos de la Tierra de Canaán por falta de fuentes.
Tampoco la señorita que atendía incansablemente a los turistas en el Museo de
Paleontología parecía tener todas las respuestas sobre el paso de los
dinosaurios y las amonitas por ese valle. Más aun, algunos Monasterios no han
podido identificar los años en los cuales fueron pintadas algunas de las
exuberantes obras que se exhiben en las iglesias. Sin embargo, en donde encontré más vacíos, oscuridades y por sobre
todo, desinterés, fue sobre nuestro pasado muisca.
Camino de vuelta con el joven que me acompañó, me sentí feliz por
su pasión hacia éstas rocas: me contó las historias de los viajeros que la
vienen a ver, de las muchas otras tesis de grado que se han hecho y el color
blanco que se usaba además del rojo, y que probablemente no habría resistido al
paso del tiempo. Hace algunos años, fue Presidente de la Junta de Acción
Comunal y pasó un proyecto a la Alcaldía de Sáchica con el fin de hacer un
paraje turístico para que más personas se interesaran por ellas. Ahora tiene
poca fe en que la administración que se posesionó a comienzos de éste mes,
pueda sacar adelante su proyecto.
También me contó que su oficio no era ser portero de la mina, sino
agricultor. Pero con la falta de agua, no hay en dónde ni qué cultivar. De
cualquier manera, lo único que sabe hacer es contar historias y sembrar, por
eso se aferra a las piedras y al agua. Dijo que ellas son nuestro derecho a la
memoria, pero para su identidad campesina contaban como patrimonio del alma que
les recuerda lo que son y guía lo que podemos ser.
[1] En palabras de
Gabo: “—Es lo poco que nos va quedando del río –le dijo el capitán. Florentino
Ariza, en efecto, estaba sorprendido de los cambios, y lo estaría más al día
siguiente, cuando la navegación se hizo más difícil, y se dio cuenta de que el
río padre de La Magdalena, uno de los grandes del mundo, era solo una ilusión
de la memoria. El capitán Samaritano les explicó cómo la deforestación
irracional había acabado con el río en cincuenta años: las calderas de los
buques habían devorado la selva enmarañada de árboles colosales que Florentino
Ariza sintió como una opresión en su primer viaje. Fermina Daza no vería los
animales de sus sueños: los cazadores de pieles de las tenerías de Nueva
Orleans habían exterminado los caimanes que se hacían los muertos con las
fauces abiertas durante horas y horas en los barrancos de la orilla para
sorprender a las mariposas, los loros con sus algarabías y los micos con sus
gritos de locos se habían ido muriendo a medida que se les acababan las
frondas, los manatíes de grandes tetas de madres que amamantaban a sus crías y
lloraban con voces de mujer desolada en los playones eran una especie
extinguida por las balas blindadas de los cazadores de placer” wl amor en los tiempos del cólera. pág. 450.
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